Nació
en Tlalpujahua, Mich., el 9 de junio de 1881;
falleció en México, D.F., el
9 de febrero de 1956. Ingresó en la
Academia el 30 de diciembre de 1953 como numerario;
silla que ocupó: XXIV (1º). |
Luis
María Martínez hombre de iglesia,
cuyo oficio, o lo que es lo mismo, cuyo deber,
mandato, encomienda y misión, es entregarse
al ennoblecimiento y elevación de los hombres
por amor de Dios, lo fue, en la plenitud de su
contenido histórico, don Luis María
Martínez. Ser hombre de iglesia, tal como
lo requiere la razón de serlo, es tarea
de amplitud siempre creciente, de conocimiento,
por tanto, penetrante y, necesariamente, de comunicación,
de dación, de vecindad con los demás.
De modesto profesor, pasó a ser, movido
por su inteligencia, siempre en acto inmediato
de aclarar verdades, un señalado maestro
de filosofía. Y la filosofía, de
acuerdo y según la tradición de
la Escuela, lo que es decir la filosofía
escolástica, siendo la disciplina que nos
lleva a las causas, explicación última
de las cosas y de los acontecimientos, es, con
todo, la sierva de la teología, ancilla
theologiae. Y la teología, como patentemente
lo dice su raíz verbal, es la ciencia de
Dios.
Que Dios sea uno y trino, que la Segunda
Persona se haya hecho hombre y haya habitado entre
nosotros, que la vida y muerte de esta Persona
constituya la redención, por otra parte
verificada para todos los hombres, que el mundo,
desde entonces,esté llamado, con instancias
de asidua y pertinaz piedad, a ser un trasunto
de la Ciudad Celeste y que todos nos tratemos
con amigable fraternidad, como congruente consecuencia
de todo ello, es lo que esa ciencia de Dios, la
teología, enseña y pide llevar al
cabo.
Y don Luis María Martínez
ejerció magistralmente su ministerio por
el uso brioso de su ingenio, por su asidua curiosidad
de saber, por su comunicativa alegría,
y en resolución, por su palabra convincente,
esto es, por su eminente y prestante calidad de
orador sagrado.
Cabe, en estos tiempos de confusión,
engendrada ésta en la ignorancia, por lo
común, y aunada, también por lo
común, a la petulancia de querer ser original,
indagar si lo sagrado está reñido
con lo humano; en este caso, si la oratoria de
don Luis es ajena a los valores literarios de
La Biblia, los Padres griegos y latinos, la especulación
escolástica, las universidades, la de París,
Oxford, Salamanca y Bolonia, los Concilios, las
controversias, los miles de autores antiguos y
modernos, los poetas místicos, San Juan
de la Cruz, para mencionar al más preclaro,
¿no son parte, la parte principal, del
pensamiento y, por consiguiente, de la grandeza
humana?
Poeta y de valía extraordinaria,
considerado simplemente como exponente literario,
fue el excelentísimo y reverendísimo
señor arzobispo primado de México,
don Luis María Martínez. Su hondura
espiritual, su cordialidad, su gracia y, para
definirlo cumplidamente, su mexicanismo por el
que todos, creyentes o no creyentes, advertíamos
inmediatamente su pertenencia a esta nuestra tierra
y a este nuestro tiempo, nos rindieron a tenerle
simpatía, a reconocer sus méritos,
a aplaudirlo y a guardar de él un recuerdo
imborrable.
"Yo soy Zumárraga",
dijo en una señalada solemnidad en el púlpito
de la Villa, con ocasión de celebrarse
en ella el cincuentenario de la coronación
de la Virgen de Guadalupe. Y ser Zumárraga
era reducirse a reconocer la ingenua grandeza
del indio Juandiego, la amistad de éste
con la Mensajera Celeste, el feliz elemento de
unión entre los mexicanos, y era, también,
sentirse el heredero, conservador y guardián,
de la obra intelectual del primer obispo y arzobispo
de México. Zumárraga fue el fundador
del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, de
donde salieron indios latinistas, que es decir
humanistas. Tuvo mucho que ver en la introducción
de la imprenta en México. El Hospital del
Amor de Dios, donde se curaban las bubas, como
se llamaba entonces al mal gálico, que
los franceses tenían por napolitano, y
que no era otro que el morbo de la sífilis,
fue fundación de Zumárraga. Las
reprensiones, juicios de condenación y
permanentes censuras a la primera Audiencia, contubernio
de facinerosos y compañía de pillos
y bellacos, quedan en la historia de México
como ejemplo de una oratoria precisa y concisa,
elocuente y, por todo esto, persuasiva.
La obra intelectual del arzobispo
Martínez fue, ante todas cosas, de sus
bellas palabras, vehículo de sus bellos
pensamientos. Su don de convencimiento, acompañado
de su don de gentes, hizo que el Presidente de
la República, don Manuel Ávila Camacho,
devolviera al culto la fábrica del templo
de Tlatelolco, entonces bodega de trastos viejos.
Y esos ambos a dos dones, el de convencimiento
y el de gentes, lo hicieron ser, como reza su
lápida funeraria, "pacificador insigne
de la patria", magnum patriae paciferum.
Y es que, nuevo Zumárraga, su palabra,
esta vez no para reprochar, sino para concertar,
fue válida para acercar a los mexicanos
distantes, empeñados en rehuir los contactos,
por consiguiente la colaboración.
Sus meditaciones teológicas,
inspiradas en sus profundos conocimientos de la
filosofía, y expuestas en la cátedra
sagrada, servidas, comunicadas, por mejor decirlo,
con la vehemencia de su corazón ardiente,
son, desde el punto de vista del valor literario,
verdaderas obras maestras de oratoria. Prueba
de ello son las traducciones al francés,
italiano, alemán e inglés, de muchos
sermones, en ediciones que continuamente se suceden.
La ciencia sagrada no se opone a la literatura
y el hombre de Iglesia puede ser, como es evidente
el caso en don Luis María Martínez,
un gran escritor.
Jesús Guiza y Azevedo
Semblanzas de Académicos. Ediciones del
Centenario de la Academia Mexicana. México,
1975, pp. 166-168
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