
HUMANISTAS MEXICANOS
ALFONSO REYES
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Trátase
de Nosotros, revista de arte y educación,
núm. 9, marzo de 1914, pp. 620-625. |
NOSOTROS Si no se puede aceptar
con Matthew Arnold que los florecimientos poéticos
sean, en el estricto sentido de la palabra, suscitados
siempre por un eficiente trabajo de la crítica,
se aceptará, al menos, que hay un modo
de alternación entre unas y otras manifestaciones
del pensamiento: que a las pléyades de
poetas suceden los enjambres de críticos,
y viceversa. La evolución de las letras
mexicanas, desde la era del Modernismo hasta nuestros
días, queda definida por esta fórmula:
un ritmo, una sucesión casi prevista o
previsible, quizá necesaria, entre los
virtuosos del talento poético y los sedientos
de una nueva atmósfera de ideas. Hay, en
la generación que ahora oficia, como tenía
que ser, poetas verdaderos –pero sumergidos
en la superior tendencia ideológica, quiéralo
o no y así lo confiesen o lo nieguen. Reflejo,
por otra parte, de lo que en todo el mundo sucede:
no es hoy el día del cuento maravilloso
ni del poema excelso, no es el día de la
invención, sino el de la crisis intelectual,
el de la tormenta de los valores. Y el general
desconcierto, en medio del naufragio crítico,
como todas las aspiraciones vagas a la vez que
intensas, busca alivio en la religión.
¿Lo hallará?...
… Ai posteri
l'ardua sentenza…
La Revista Moderna, heredera de los timbres de
la Revista Azul, y que popularizó entre
nosotros la poesía postromántica,
apenas murió con su misión. Oigo
hablar de resucitarla: no –la vida no es
reversible–, si la resucitan, será
otra. Los poetas de la Revista Moderna tuvieron
como cualidad común el don de la técnica:
técnica audaz, innovadora, y, exceptuando
a Urbina que ha perpetuado la tradición
romántica, y a Díaz Mirón
que vive en su torre, cierto aire familiar de
diabolismo poético que causa una reciprocidad
de influencias entre ellos y su dibujante Julio
Ruelas. Agrupábanse, materialmente hablando,
en redor del lecho adonde Jesús Valenzuela
(siempre mal avenido con las modas, las escuelas
y las costumbres) iba derrochando, después
del otro, el caudal de su generosa vida. Tablada
doraba sus esmaltes; Nervo soñaba, entregado
a su misticismo lírico; Urueta cantaba
como una sirena. Y, a veces, llegaba de la provincia
Manuel José Othón con el dulce fardo
de sus bucólicas a cuestas, lejano, distraído,
extático. Othón ha muerto, y espera
el día de su consagración definitiva.
Es el más clásico de todos. En la
historia de la poesía española es,
a la vez, una voz nueva y familiar. Su verso tiene,
junto a las reminiscencias de Fray Luis, ecos
de Baudelaire. Aprendió en los maestros
definitivos, no en los vanos dioses de la moda;
hizo, como quería Chénier, versos
antiguos con pensamientos nuevos. Nervo incurrió
en el pecadillo de acusar de “viejos los
metros de Othón: era el duelo entre el
alejandrino modernista y el endecasílabo
clásico. Othón se defendía,
en privado, recordando que los alejandrinos castellanos
son, a su vez, tan viejos como Berceo. Valenzuela
también ha muerto: su recuerdo perdurará
más que su poesía, aquella amable
y espontánea poesía que no tiene
nombre en la retórica. A los otros los
ha dispersado la vida. Díaz Mirón
siempre estuvo solo, y siempre, descontentadizo
y febril, castiga el estro, confesándose
inferior a su ideal, pero superior a lo demás.
Urueta ha educado con aladas palabras el gusto
estético del pueblo, haciéndolo
amar las cosas bellas y la Grecia francesa. Su
influencia en la prosa mexicana sólo ha
reconocido por límites la imposibilidad
de seguirlo al mar armonioso en que navega. Tablada
ha enmudecido temporalmente, os lo aseguro: su
excelente don literario no podría agotarse
a los pocos trinos. No ha dicho a su pluma, como
el prudentísimo Cide Hamete: “Aquí
quedarás colgada desta espetera y deste
hilo de alambre, adonde vivirás luengos
siglos”. No, Tablada hace versos hoy: mañana
los publicará. Y Nervo se concentra ahora
para destilar, gota a gota, el zumo acendrado
de su sabiduría.
Al principiar el año de 1906, Alfonso Cravioto
y Luis Castillo Ledón, ayudados por José
María Sierra (el cual ha escapado, como
por trampa, del mundo de lo conocido), se arriesgaron
en una empresa periodística que habría
tenido éxito, si Cravioto no hubiera preferido
sacrificarla a un viaje por Europa. Se fundó
una revista literaria de los jóvenes. Se
trató de llamarla Savia Nueva; pero, a
influencia todavía de la Revista Moderna,
se acabó por ponerle el desabrido nombre
de Savia Moderna. La revista duró poco,
mas lo bastante para dar conciencia de su ser
a la naciente generación. Su recuerdo aparecerá
al crítico de mañana como una obsesión
general, como un rasgo familiar de nuestro instante
literario. “La redacción –escribe
el poeta Rafael López– era pequeña
como una jaula. Algunas aves comenzaron allí
a cantar. Estaba colgada en la mansarda de un
alto edificio de seis pisos, a muchos metros de
la tierra. Tenía una amplia ventana por
donde se escapaba la mirada libremente”.
Frente a aquella ventana, Diego Rivera acostumbraba
apostar su caballete. Desde aquella altura, cayó
sobre la ciudad la palabra nueva.
Hoy, que ha corrido el tiempo, nos parece que
también la Savia Moderna murió en
buena hora: a haber perdurado –como que
parecía una emanación de la Revista
Moderna–, habría retardado la evolución:
nos hubiera atado por más tiempo a los
convencionalismos de la poesía modernista.
Fue aquella pléyade, fue aquella tropa
la que alzó por las calles la bandera del
arte libre: la que congregó en las plazas
a la muchedumbre universitaria, y dio al traste
con la bastarda empresa de un mentecato que pretendió
resucitar la Revista Azul, ¡la de Gutiérrez
Nájera nada menos! para atacar las libertades
de la nueva poesía. Por primera vez en
México se vio desfilar a una juventud clamando
por los fueros de la belleza y dispuesta si hubiera
sido menester (¡oh, santas locuras!) a defenderla
con los puños. Fueron aquellos los mismos
que más tarde convocaron a la patria para
celebrar el aniversario de Gabino Barreda, el
educador liberal, y dieron entonces, paralelamente
a la anunciación de una nueva era literaria,
el signo de una nueva conciencia política.
Los mismos que habían de fundar la Sociedad
de Conferencias, de efímera pero provechosa
vida, y que después se habían de
agrupar en el Ateneo de la Juventud, que hoy,
para dar al tiempo lo suyo, se llama Ateneo de
México. No paró en esto el proteísmo
de la nueva generación. El Ateneo ha producido
la primera Universidad Popular, y prepara la fundación
de escuelas. Los literatos de los últimos
barcos no aman ya la torre de marfil: sienten
con la humanidad; y veneran, como lo quería
Justo Sierra, a la Atenas Promakos: a la ciencia
que defiende a la patria.
No tenía completamente razón Charles
Leonard Moore cuando, refiriéndose a nosotros
en The Dial, de Chicago, observaba que procedíamos
de Francia. Hace solamente ocho años que
1a observación hubiera sido exactísima.
Pero, de entonces acá, nuevas auras soplaron;
y si no queremos renegar de la siempre amable
y amada Francia, queremos, como decía Renán,
oír el rumor que parte de todos los puntos
del horizonte. Inclusive (y esto parece ignorarlo
el ilustre crítico norteamericano) los
rumores que nos llegan del Norte. Para nosotros
no han escrito en vano los filósofos y
poetas del Norte. En el humorismo de los jóvenes
se reflejan Holmes y Poe, James en su filosofía;
y las ráfagas de aliento humano que brotan
de la obra de Edith Wharton han pasado sobre las
páginas del libro que prepara Martín
Luis Guzmán. La influencia de la literatura
inglesa, caso tal vez único en la América
española, se descubre fácilmente
en los jóvenes.
En el grupo literario de la Savia Moderna, como
es de rigor, había los dos géneros
de escritores de que nos habla Rémy de
Gourmont: los que escriben y los que no escriben.
Entre los segundos, y el primero de todos, Jesús
Acevedo. Escribir –dice Acevedo como Goethe–
es un abuso de la palabra; y, por lo demás,
no es necesario ser conocido. Amigo de los buenos
libros, es Acevedo; al mismo tiempo, el creador
del arte de la conversación y de la conferencia
sobria y sabia. Sus insinuaciones maliciosas,
su gusto estético, la facilidad de su pensamiento,
su actitud resuelta ante la vida, hacen de él
un tipo de excepción, un fruto de civilización
superior a la del mundo en que vive. Cuando escriba
libros, sus libros serán los mejores. Entre
los prosadores recuerdo, sobre todo, a Ricardo
Gómez Robelo, inteligencia ágil,
estético entusiasta. De él, como
del mirlo de Rostand, se diría:
Cette âme…! On est plus las d'avoir
couru sur elle
Que d'avoir tout un jour chassé la sauterelle.
La rapidez misma de su pensamiento lo hacia cruel.
Y, además –grave ofensa para el género
humano–, estaba enamorado del genio. Hubiera
quemado a sus mejores amigos ante el templo de
la más austera belleza. Ignoraba, seguramente,
quién ha sido Torres Villarroel o cuántos
libros ha publicado Emile Faguet, pero leía
y releía constantemente los veinte o treinta
libros definitivos de la humanidad. Como todos
los que han probado las desigualdades de la suerte,
amaba las inspiraciones de la locura. Más
tarde nos lo arrebató la guerra civil y
nos lo devolvió guerrillero. Los noticieros
yanquis lo encontraban en medio del campo de batalla,
leyendo a Elisabeth Barrett Browing. Junto a él,
Alfonso Cravioto es el representante del sentido
literario: su prosa es fluida, musical, llena
de brillos y colores. Es el escritor de prosa
artística. Su vida está consagrada
a la espectación literaria: ha coleccionado
los artículos, los retratos, los rasgos
biográficos de toda su generación.
De cuando en cuando, asoma para celebrar en una
prosa de ditirambo algún triunfo del arte
o del pensamiento, y vuelve a su silencio habitual.
Cegado por un ideal de perfección algo
absurdo, se empeña en no publicar libros,
y se olvida de que, como decía el orgulloso
latino, no hay que contar con el mañana.
Entre los poetas de Savia Moderna estaba Rafael
López, cuyo primer libro, fruto de varios
años de labor, le ha abierto ya un lugar
aparte en las letras mexicanas; poeta de apoteosis
y de fiesta plástica, de mármol
y de sol, que se acerca cada vez más a
la serenidad majestuosa, a la sofrosine, después
de haber embriagado su adolescencia en los últimos
haxix del decandentismo. Estaba Manuel de la Parra,
musa diáfana, musa de nube y de luna; alma
monástica borracha de medievalismos imposibles,
ciega de ensueños y loca de armonía.
Estaba Eduardo Colín, entregado a una gestación
intensa y difícil, de la que surgirá
hijo de sí mismo. Y Roberto Argüelles
Bringas, en fin, tan fuerte, tan austero, áspero
a la vez que hondo, poeta lleno de concepciones
vigorosas, concentrado, elíptico, en quien
la fuerza ahoga la fuerza, y el canto, sin poder
desleírse, brota a pulsaciones.
Otra vez he dicho, y es oportuno repetirlo, que
Rafael López y González Martínez
son, propiamente, el tránsito entre la
generación pasada y la venidera: que de
los pasados, de Nervo, Tablada, Urbina, Urueta,
tienen las virtudes técnicas, las facilidades,
todo lo cual, en la nueva legión aparecía
un tanto adormecido. Que de ésta, en cambio
anuncian ciertas condiciones de seriedad, de castidad
artística, que no supieron mantener los
pasados, con excepción de Luis G. Urbina.
Si otras comprobaciones no se tuvieran, bastaría
en efecto, para apreciar la plasticidad del talento
de Urbina y su don de penetración humana,
a la vez que de progreso intelectual, la actitud
con que ha acogido las ideas que llegan y con
que ha saludado a los hombres que llegan. Es el
camarada de los jóvenes: participa de su
fe, y no ha vacilado en abrir de nuevo los libros
en su compañía. Ni sería
justo que nos olvidáramos de Urueta que,
con rasgo generoso y valiente, ha dicho desde
la tribuna pública: “–Yo sé
que en esa falange vienen poetas más vigorosos
y perfectos que Díaz Mirón, el que
esculpe como Miguel Ángel y dibuja como
Rafael, más delicados y tiernos que Amado
Nervo, el que hace llorar a las vírgenes
de Botticelli y cantar a los ángeles del
Beato de Fiésole; sé que algunos
de ellos escriben mejor que yo y hablan mejor
que yo”.
La renovación no podía, naturalmente,
limitarse a lo literario. La filosofía
positivista mexicana, que recibió de Gómez
Robelo los primeros ataques, se desvanece ante
la voz elocuente de Antonio Caso, quien difunde
por las aulas las nuevas verdades filosóficas.
No hay una teoría, no hay una afirmación
o una duda que él no haya hecho suyas siquiera
por un instante. La historia de la filosofía,
él la ha vivido. Y con tal experiencia
de las ideas, y el vigor lógico que las
unifica, su cátedra es, con razón,
el orgullo de nuestro mundo universitario. Como
representante de la filosofía antioccidental,
de la filosofía molesta –y que mezcla
ingeniosamente a las enseñanzas extraídas
de Bergson–, José Vasconcelos, en
los instantes que la cólera civil le deja
libres, combate también por su verdad.
De sus dones de creación filosófica
y estética, de sus sinceros arrestos de
pensador surgirá, si ha de surgir algún
día, una corriente filosófica en
el pensamiento mexicano. ¡Ojalá no
lo arrebaten, por completo, las actividades extrañas
a su vocación!
El triunfo del antiintelectualismo en México
está casi consumado. El positivismo que
lo precedió, si fue útil para la
restauración social, vino a ser a la larga,
pernicioso para el desarrollo no sólo de
la literatura o la filosofía, mas del espíritu
mismo. Era como una falsa, angosta perspectiva
del mundo que no podía bastarnos ya. El
positivismo mexicano, que era una reacción
liberal, borró de sus tablas el latín,
porque el latín y la Iglesia eran la misma
cosa, y con el latín borro la literatura.
¡Extrañas asociaciones que sólo
una vez se producen en la vida de los pueblos!
Toda cultura fundamental desapareció, todo
humanismo se perdió. Durante este breve
periodo, la literatura mexicana tuvo que ser una
literatura de aficionados, de literatos sin letradura.
Pero quiso la suerte que en ese grupo de autodidactos
hubiera algunos cuyo sentido de la belleza fuera
muy superior al que pudieron tener (si alguno
tuvieron) los viejos discípulos de seminario.
Y nació, bajo la influencia de Francia,
el Modernismo. La verdadera literatura mexicana
comienza con Gutiérrez Nájera. Arrancados
pues, por la fuerza de las cosas, a una tradición
enojosa que ya no tenía razón de
ser, todo lo que viniera más tarde podría
libremente impregnarse del nuevo espíritu.
Así vivió el Modernismo. Y cuando
el tiempo dio la señal de la transición,
la nueva Universidad se fundó (sin ninguna
liga con la antigua) y la nueva generación
penetró en la Escuela de Altos Estudios
a resucitar el humanismo. Ya era tiempo. Ya era
tiempo de volver un poco al latín y un
mucho al castellano.
Entretanto, la agitación filosófica
que nos conmueve corroe los moldes de la literatura:
los géneros retóricos se mezclan
un tanto, y la invención pura padece. Apenas
la novela tradicional tiene un campeón
en Carlos González Peña, hombre
de férrea voluntad, trabajador infatigable,
que intenta reflejar las inquietudes contemporáneas
en un libro concebido a la manera de Flaubert.
Teatro no hay. Y el cuento se hace crítico,
burlesco y extravagante... Como en Julio Torri,
nuestro hermano el diablo, un poseído del
demonio de la catástrofe que siente el
anhelo del duende por apagar las luces en los
salones y derribar la mesa en los festines: un
humorista de humorismo funesto, inhumano, un estilista
castizo y un raro sujeto en lo personal. El ensayo,
verdadera forma del pensamiento contemporáneo,
es el arma más constante de los jóvenes
mexicanos. El material mismo de su literatura
se altera: su lengua se hace más rica y
noble, se aleja con horror de los atropellos oratorios
y de los adornos artificiales, yuxtapuestos.
Lo que en el desarrollo del humanismo clásico,
en el cultivo de 1a buena tradición española
y en la formación del sentido crítico
se debe a Pedro Henríquez Ureña,
es incalculable. Educador por temperamento, despierta
el espíritu de aquellos con quienes dialoga.
Enseña a oír, a ver y a pensar.
Él ha suscitado una tendencia de cultura
y un anhelo de seriedad y trabajo que es el mejor
premio de quienes le siguen. Un pequeño
grupo, casi infantil, estudia y se nutre a su
lado. Rafael López, junto a él,
con una paciencia de santo jardinero, los inicia
en el duro oficio de poetas, y ha logrado ya –en
Francisco González Guerrero–, el
primer fruto de sus esfuerzos. De tales embriones
esperamos que salgan, al fin, los verdaderos maestros.
Esos precoces eruditos, esos críticos imberbes
(Castro, Vázquez del Mercado...), esos
poetas niños, abrirán una nueva
senda en el pensamiento mexicano. No los acusemos
–no les desconfiemos–, por prematuros.
Hay obligación de ser prematuro: el arte
es grande y breve el plazo, y mientras más
tiempo se goce de los bienes de la inteligencia,
será mejor. Ya vemos en ellos, a los investigadores
y a los poetas de mañana. Han aprendido
ya y han comenzado a cumplirlas, las dos superiores
leyes del oficio: conocer todos los libros, probar
todas las emociones. Hoy los días son negros.
No importa: a su tiempo lucirá el sol,
y al amanecer del día siguiente hallaréis
que los panales estaban rebosantes de miel, porque
las abejas habían trabajado toda la noche.
ALFONSO REYES
Trátase de Nosotros, revista de arte y
educación, núm. 9, marzo de 1914,
pp. 620-625.
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