Gabino Barreda
(1820 – 20 de marzo de 1881) fue un
médico, filósofo y político
mexicano.Nacido en la ciudad de Puebla, se
trasladó a la ciudad de México
para estudiar jurisprudencia en el antiguo
Colegio de San Ildefonso.
Su inclinación hacia las ciencias naturales
lo hizo interrumpir la carrera de derecho
para iniciar estudios de química en
el Colegio de Minería y en 1843 ingresar
a la Escuela Nacional de Medicina.
Durante la intervención estadounidense
en 1846 participó en la defensa del
territorio mexicano y fue hecho prisionero
en la batalla del Molino del Rey. En 1847
al terminar la guerra, se trasladó
a París para continuar sus estudios
de medicina. Fue allá donde Pedro Contreras
Elizalde, lo interesó en los cursos
que impartía Augusto Comte, cuya influencia
por el positivismo fue decisiva para Barreda.
De regreso a México, en 1853 trajo
consigo los seis tomos del Cours de Philosophie
Positive de Comte. Obtuvo el título
de médico y posteriormente impartió
las cátedra de Filosofía Médica
en la Escuela Nacional de Medicina y más
tarde la de Historia Natural y la de Patología
General al crearse en la Facultad de México
dicha asignatura.
Durante el segundo imperio en 1863 se trasladó
a Guanajuato, donde viviría hasta 1867.
Al regresar del norte, Don Benito Juárez,
ya triunfante nombró secretario de
Justicia e Instrucción Pública
a Antonio Martínez de Castro, quien
confió a Francisco Díaz Covarrubias
la reforma de los estudios.
El 1 de febrero de 1868, al fundarse la Escuela
Nacional Preparatoria, Barreda fue nombrado
director general, donde con el lema, "Amor,
Orden y Progreso", implementó
el sistema positivista en su plan de estudios
e impartió la cátedra de lógica;
continuó impartiendo la cátedra
de Patología General en la Escuela
de Medicina y participó activamente
en la política mexicana. Con su frase,
"La educación intelectual es el
principal objetivo de los estudios preparatorios",
adopta como suyo el lema positivista: "Saber
para prever, prever para obrar". En 1878
se retiró de la dirección general,
dejando una institución estable y fuerte.
En el congreso mexicano, fue presidente de
la comisión de instrucción pública
de la Cámara de Diputados. Fundo la
Sociedad Metodófila, a través
de la cual introdujo en México el positivismo
que se convirtió en doctrina oficial
no sólo de la educación sino
del Estado. Sus ideas inspiraron a sus seguidores
a formar el Partido Científico. En
1878, el gobierno del presidente, Porfirio
Díaz lo nombró embajador en
Alemania.
En 1881, poco tiempo después de regresar
a México, falleció en su domicilio
en Tacubaya, Distrito Federal.
Obras [editar]
De la educación moral (1863)
Oración cívica (1867)
Opósculos, discusiones y discursos
(1877) |
De
la educación moral
(1863)
Además
de sus deberes políticos, el ciudadano
tiene otros más importantes que llenar,
los deberes del orden moral, y es obligación
del gobierno atender a esta necesidad, tanto o
más que a las otras.
Se confunde generalmente la moral con los dogmas
religiosos, hasta el grado de que para muchos
ambas no sólo son inseparables, sino que
vienen a ser una misma cosa; pero cuando se reflexiona
sobre la inmensa variedad de religiones y sobre
la uniformidad de las reglas de la moral; cuando
vemos que los dogmas religiosos cambian esencialmente
con los progresos de la civilización, desde
el cándido fetiquismo primitivo o la adoración
de los astros y el politeísmo que le sucedió,
hasta el monoteísmo cristiano, y musulmán,
o el deísmo y aun el panteísmo modernos,
mientras que todos, a pesar de las profundas diferencias
que los separan, se ponen de acuerdo en cuanto
a los fundamentos de la moral, no puede uno menos
de reconocer, que cualquiera que sea la íntima
relación que entre unos y otros se haya
querido establecer, debe existir entre ambas cosas
una diferencia radical y una independencia que
no puede menos de presentarse a los ojos de todo
aquél que quiera fijar sobre esto su atención,
ora examine el objeto de lo que forma la parte
característica de las religiones, es decir,
el culto y los dogmas, comparándolo con
el objeto de la moral, ora tenga en cuenta la
inconcusa variedad de los primeros y la evidente
uniformidad de las reglas que sirven de base a
la segunda.
No hagas a otro lo que no quieras que te fuera
hecho a ti, decía Isócrates cuatro
siglos antes de Jesucristo, como cosa que estaba
ya universalmente recibida por fundamento de la
moral. Imita al árbol de Sándalo
que cubre de frutos al que le ataca a pedradas,
dice uno de los más antiguos libros de
los chinos. ¿Quién no reconoce en
estas dos sentencias todo lo que hay de más
sublime en las máximas de equidad, de humanidad
y de amor al prójimo, en las doctrinas
de Cristo? Y sin embargo, ¿quién
podrá sostener que el politeísmo
pagano o la idolatría de la China sean
lo mismo que la religión de Jesucristo?
Las religiones van cambiando en las distintas
fases de la humanidad y sólo allí
no cambian, en donde todo permanece estacionario,
como en la India y en la China; pero las bases
de la moral quedan las mismas, aunque sus consecuencias
prácticas van perfeccionándose de
día en día y más con los
progresos de la civilización. Esta marcha
desigual y aún independiente de la moral
y de las religiones, prueba que ellas no son una
misma cosa; pero la existencia de la multitud
de ateos que han dejado en la historia, como dice
Litrié, "irrefragables testimonios
de profunda moralidad, y la de otros que cada
uno hemos podido conocer y que, en punto a moralidad
son por lo menos iguales a los mejores creyentes",
no puede dejar la menor duda sobre su completa
y cabal separación.
"La semejanza, dice Condorcet, entre los
preceptos morales de todas las religiones y de
todas las sectas filosóficas, bastaría
para probar que aquéllos son de una verdad
independiente de los dogmas de estas religiones
y de los principios de estas sectas, y que el
origen de las ideas de justicia y de virtud, y
el fundamento de los deberes, se debe buscar en
la constitución moral del hombre".
—Condorcet, Progresos del entendimiento
humano (traducción castellana). París,
1823, pág. 118.
Este deseo de Condorcet, de buscar en el hombre
mismo y no en los dogmas religiosos la causa y
el fundamento de la moral, o mejor diré,
esta predicción de su profundo genio se
ha realizado ya. Estaba reservado al genio de
Gall venir a demostrar con argumentos irrefragables,
fundados tanto en un análisis admirable
de las facultades intelectuales y afectivas del
hombre y en un estudio comparativo de los animales,
que hay en éstos como en aquél,
tendencias innatas que los inclinan hacia el bien,
como hay otras que los impelen hacia el mal; que
estas inclinaciones tienen sus órganos
en la masa cerebral, y que el hombre no es por
lo mismo un ser exclusivamente inclinado al mal,
como lo habían supuesto los teólogos
y los metafísicos, sino que hay en él,
como lo había establecido el buen sentido
vulgar, inclinaciones benévolas que le
son tan propias como las opuestas.
* *
Todas las inclinaciones innatas de nuestra alma,
ocasionan una solicitud constante de las facultades
activas del individuo hacia aquellos actos que
pueden satisfacerlas, independientemente de toda
consideración de utilidad propia o de todo
otro fin ulterior, sino simplemente por el placer
que resulta de la satisfacción de una necesidad.
Luego, si hay en nosotros esas inclinaciones benévolas
al mismo tiempo que otras que les son opuestas
y si como acabamos de ver, ambas tienen sus órganos
respectivos, es claro que unos y otros ejercerán
continuamente una solicitud que tiene por objeto
la satisfacción de aquellas inclinaciones.
A la solicitud más o menos enérgica
pero evidente de los buenos instintos, ejercida
por medio de sus respectivos órganos, aun
después de ejecutados ya los actos opuestos,
es a lo que el buen sentido común, con
una admirable sagacidad, ha llamado conciencia,
limitándose así a consignar el hecho
de un llamamiento interior al bien, sin formular
teoría alguna para explicarlo. El espíritu
teológico, haciendo intervenir en este
caso el fundamento de su explicación universal
(las influencias sobrenaturales), cree reconocer
en este disgusto que después de una mala
acción experimenta todo aquel que no esta
empedernido en el vicio u ofuscado por un error,
cree reconocer, digo, la mano de Dios que viene
a tocar el corazón del pecador; incurriendo
así en una grosera contradicción
de la que en vano intentará salir por medio
de sutilezas y de sofismas; pues, si la explicación
que ellos dan fuera cierta, sólo los verdaderos
creyentes gozarían del privilegio de oír
la voz de la conciencia, lo cual es no sólo
inadmisible, sino hasta ridículo. Felizmente
no hay necesidad para hallar una explicación
a esos movimientos internos benéficos de
nuestra alma, de recurrir a la fatua suposición
de que por el hecho casual de haber sido educados
bajo tal o cuál creencia religiosa, tenemos
el privilegio exclusivo de sentir solicitudes
hacia el bien; sabemos ya que ellas son, como
cualesquiera otras, el resultado de nuestra propia
organización, y podemos ya darnos una explicación
racional de la conciencia y sus remordimientos.
Estas voces no expresarán para nosotros
otra cosa que las exigencias de los buenos instintos
ejercidos por medio de sus respectivos órganos,
ya sea para obrar el bien, ya para reparar el
mal; entablándose en uno y en otro caso
una lucha interior que se hace tanto más
penosa, cuanto más claro es el conocimiento
del mal que queremos hacer o que hemos hecho ya.
Si pues, en cada una de nuestras acciones del
orden moral se establece así una lucha
entre las impulsiones de las dos categorías
de órganos de que vengo hablando; y si
recordamos que la solicitud ejercida por. un órgano
cualquiera es proporcional a su respectivo desarrollo,
es de una palpable evidencia que la indicación
que naturalmente se presenta para lograr el perfeccionamiento
moral del individuo y aun el de la especie, será
desarrollar los órganos que presiden a
las buenas inclinaciones, y disminuir en lo posible
aquellos que presiden a las malas. Cualquiera
que sea, en efecto, la teoría que uno se
forme sobre la causa productora de los fenómenos
intelectuales y morales del hombre, todos, desde
los más radicales materialistas hasta los
más puros espiritualistas, tienen hoy que
admitir que sin el órgano no hay función
y que ésta cesa cuando aquél desaparece
o queda en la imposibilidad de obrar, y el estudio
comparativo de la serie zoológica, así
como las experiencias fisiológicas y los
casos patológicos, demuestran que la función
disminuye o aumenta en la misma proporción
que el. órgano que a ella preside.
* *
Es un axioma de la ciencia biológica incontestable
e incontestado, que todos los órganos se
desarrollan con el ejercicio, al paso que se atrofian
por la inacción, pudiendo hasta llegar
a desaparecer cuando ella es absoluta y suficientemente
prolongada. Esta es la explicación racional
de un hecho vulgarísimo, la utilidad de
la gimnástica para desarrollar el aparato
muscular: ahora bien, es evidente que un maestro
de gimnástica no ha menester saber cuáles
y cuántos son los músculos que sirven
para doblar el brazo, por ejemplo, ni qué
situación guardan, ni qué figura
tienen para lograr que ellos se robustezcan siempre
que lo juzgue conveniente; bástale hacer
ejecutar con la debida frecuencia el movimiento
indicado y procurar que se vaya progresivamente
venciendo una resistencia cada vez menor, para
estar seguro con una certeza matemática,
de que después de un cierto tiempo se habrá
conseguido el resultado apetecido. Si aplicamos
ahora estos mismos principios al conjunto de los
órganos intelectuales y afectivos, es innegable
que el mismo resultado se podrá obtener
empleando los mismos medíos y que si dirigimos
la educación de manera que los actos simpáticos
o altruistas, como les llama Comte, se repitan
con frecuencia, a la vez que los destructores
y egoístas se eviten en lo posible, no
se puede dudar que después de un cierto
tiempo de esta gimnástica moral (permítaseme
la expresión, que escandalizará,
no dudo, a los espíritus pacatos y superficiales,
que no quieren ver las cosas como son, sino como
las aprendieron de sus nodrizas; pero que expresa
perfectamente mi pensamiento), los órganos
que presiden a los primeros adquieran sobre los
que tienen bajo su dependencia los segundos un
predominio tal, que en la lucha que se establece
antes de decidirse a tomar una determinación,
se acabará, en la mayoría de los
casos, por ceder a las solicitaciones más
enérgicas de los instintos benévolos,
robustecidos por el ejercicio y que cada vez encontrarán
así más facilidad de triunfar de
sus rivales. Hacer predominar los buenos sobre
los malos instintos, robusteciendo los órganos
que presiden a unos, con mengua de los que tienen
bajó su dependencia los otros; he aquí
el objeto final y positivo del arte moral, objeto
que se logrará con la práctica de
las buenas acciones y la represión de las
malas (de cuyo cuidado deben estar principalmente
encargados los padres de familia), y con los ejemplos
de moralidad y de verdadera virtud que se procurará
presentar con arte en las escuelas a los educandos,
excitándoles el deseo de imitarlos, no
a fuerza de aconsejárseles ni menos de
prescribírseles, sino haciendo que este
deseo nazca espontánea e insensiblemente
en ellos, en virtud de la veneración irresistible
de que se vean poseídos hacia hombres cuyos
hechos se les hayan referido. Porque tal es la
condición de la naturaleza humana, que
es capaz de los más grandes esfuerzos y
sacrificios, siempre que el deseo de ejecutar
los actos necesarios parezca nacer espontáneamente
en su corazón, al paso que los más
fáciles deberes llegan a ser una carga
insoportable si sólo se cumple con ellos
impelido por un precepto o por temor del castigo.
El ideal, pues, del arte moral, sería hacer
de tal modo preponderar las sugestiones de los
buenos instintos, que el amor fuera siempre la
guía irresistible de nuestras acciones.
No es difícil prever que este modo de comprender
la influencia de las facultades intelectuales
y morales del hombre, suscitara en no pocas personas
la objeción de que ella es incompatible
con la libertad individual y por lo mismo, inadmisible,
pero esta dificultad desaparecerá bien
pronto, si señalamos con claridad y precisión
lo que debe entenderse por verdadera libertad.
Represéntase comúnmente la libertad,
como una facultad de hacer o querer cualquiera
cosa sin sujeción a la ley o a fuerza alguna
que la dirija; si semejante libertad pudiera haber,
ella sería tan inmoral como absurda, porque
haría imposible toda disciplina y por consiguiente,
todo orden. Lejos de ser incompatible con el orden,
la libertad consiste en todos los fenómenos,
tanto orgánicos como inorgánicos,
en someterse con entera plenitud a las leyes que
los determinan. Cuando dejo caer un cuerpo sin
sujetarlo ni estorbarle de otro modo su marcha,
baja directamente hacia el centro de la tierra
con una velocidad proporcional al tiempo; es decir,
que se sujeta a la ley de gravedad y entonces
decimos que baja libremente. Cuando pongo frente
a frente y libres el oxígeno y el potasio,
ambos manifiestan su libertad combinándose
inevitable e inmediatamente; es decir, obedeciendo
a la ley de las afinidades. Otro tanto sucede
en el orden intelectual y moral, la plena sujeción
a las leyes respectivas caracteriza allí,
como en todas partes, la verdadera libertad. No
es uno dueño de dar o rehusar su aquiescencia
arbitrariamente a una demostración que
se ha logrado comprender; la inteligencia, mientras
conserva su estado fisiológico, no puede
usar de su libertad de otro modo que convenciéndose
de la verdad que así se le demuestra y
exigir o aun pretender lo contrario, será
siempre atacar nuestra libertad: así lo
hacía, por ejemplo, la Inquisición,
cuando en vez de razones daba tormentos a los
que quería convertir, porque pretendía
que la inteligencia no se sujetase a su ley normal,
que le previene creer aquello sólo que
le parece cierto. Si pasamos al orden moral, veremos
que la misma imposibilidad de hacer arbitrariamente
las cosas se presenta; el corazón amará
siempre lo que cree bueno y rechazará lo
que le parece malo sin poder eximirse nunca de
esta feliz fatalidad, que es para él su
ley como lo es la de la gravedad para el cuerpo
de nuestro primer ejemplo: digan lo que quieran
del libré albedrío los metafísicos,
jamás llegarán a probar qué
puede uno amar u odiar arbitrariamente, sin otra
norma que un ciego capricho; todo lo que podrá
suceder, será que al espíritu se
presente como bueno y preferible lo que no lo
es, ya sea en virtud del predominio habitual de
las malas inclinaciones, o en fuerza de alguna
pasión que nos impide juzgar rectamente
de las cosas, y de aquí es precisamente
de donde resulta la poderosa influencia de la
buena educación, que obra justamente abatiendo
aquellos y rectificando el juicio, con lo cual,
lejos de ponerse un obstáculo a la libertad,
no se hace otra cosa que favorecer, como he demostrado,
su pleno desenvolvimiento; pues aquí, como
en todo lo demás, el arte no consiste en
cambiar las leyes naturales, sino en disponer
las cosas de manera que el resultado de su inevitable
cumplimiento venga a sernos provechoso. Así
es que, al tratar de sacar ventajas de estos dos
órdenes de funciones que la ciencia y la
observación demuestran, no haremos otra
cosa que fundar el arte moral sobre una base firme,
demostrable y capaz de un continuo e indefinido
progreso.
* *
Si el punto de vista especialísimo que
me he propuesto no me exigiese imperiosamente
abstenerme de largas consideraciones sobre estos
tan interesantes puntos, yo podría mostrar
aquí cómo las diversas religiones
primitivas no han sido otra cosa que un modo espontáneo
e inevitable de satisfacer una tendencia innata
del hombre, que ha menester una explicación
de lo que se ve y observa; cómo ellas han
ido perfeccionándose bajo la influencia
de la ciencia y cómo ésta ha ido
de día en día invadiendo el terreno
de aquéllas; yo mostraría que las
religiones y el deísmo por una parte y
el ateísmo y panteísmo por otra,
aunque en apariencia inconciliables, vienen a
padecer el mismo error en cuanto a la fuente de
la moral, pues, en todos, el interés bien
entendido del individuo es el que se procura poner
en juego; en las religiones y el deísmo,
ofreciendo un premio o un castigo eterno en otra
vida futura, y en el ateísmo y panteísmo,
tratando de persuadir que el modo más seguro
de ser feliz en esta vida es el de conformar su
conducta con las reglas de la moral; yo haría
ver cómo en uno y en otro caso, las tendencias
egoístas del individuo vienen a ser la
base de la moral, mientras que las inclinaciones
que Augusto Comte llama altruistas por oposición
a las anteriores, es decir, las que instintivamente
inclinan al hombre a amar a sus semejantes y a
hacerles bien, quedan subalternadas a las primeras;
de donde ha resultado que actos directamente contrarios
al fin de la sociedad y del más refinado
y despreciable egoísmo, hayan llegado a
ser reputados meritorios y dignos de un hombre
virtuoso, como dejar de heredera a su alma, por
ejemplo, que es la fórmula de la avaricia
de Ultratumba, explotada tan hábilmente
hace algunos siglos por el clero católico,
desde que habiendo perdido la pureza e independencia
que lo había elevado tanto y tan justamente
en la Edad Media, se apoderó de él
la codicia de las riquezas y el deseo de mando.
Pero lo dicho basta para que se vea con toda claridad
que el divorcio entre la moral y los fundamentos
sobrenaturales, que le dan todas las religiones
y aun el deísmo o el moderno pitagorismo,
puramente metafísicos y subversivos en
que quieren apoyarla el ateísmo y el panteísmo,
es no sólo posible y conveniente, sino
de notoria urgencia; porque en el estado de anarquía
religiosa actual, no puede ser ya justificable
que la moral, verdadero fundamento de las sociedades,
no tenga ella misma otra base que la de unas creencias
perpetuamente rivales entre sí, siempre
sujetas a una crítica recíproca
y lo que es peor todavía, entregadas de
hecho a un continuo y creciente desuso. Nada parece
más natural, por el contrario, como que
la ciencia, que es la única que ha logrado
realizar lo que todas las religiones han intentado
en vano, es decir, llegar a formar creencias verdaderamente
universales, se apodere definitivamente de este
ramo y procure hacer de él algo semejante
a la astronomía o a la física, que
en otro tiempo logró arrancar también
del dominio teológico, y haciendo desaparecer
de ella los fundamentos y las explicaciones sobrenaturales,
consiguió poner de acuerdo a todo el mundo.
Sólo la rutina de tantos siglos puede hacer
concebible que hombres verdaderamente distinguidos,
que pondrían el grito en los cielos si
llegaran a persuadirse de que los fundamentos
de la física, de la química o de
una ciencia cualquiera, eran enteramente quiméricos
y que en semejantes supuestos renegarían
de estas pretendidas ciencias y de las artes quede
ellas derivan, puedan continuar defendiendo que
la más importante de todas las ciencias
y la más útil de todas las artes,
el arte y la ciencia moral, hayan de estar condenadas
a no tener en la mayoría del género
humano otra base ni otro resorte que unas creencias
y unos dogmas que ellos mismos califican de absurdos.
En efecto, escójase la religión
o la secta que se quiera, y se verá desde
luego que ella tiene en el conjunto del género
humano más enemigos que partidarios, de
suerte que para cada uno de los adeptos de una
religión, la mayoría de los hombres
no tiene, como acabamos de decir, otro aliciente
ni otro fundamento de su moral, que un conjunto
de creencias y de esperanzas fantásticas
e imaginarias, pues cada uno no exceptúa
de semejante calificación sino a sus propias
creencias. Y sin embargo, hay quien crea de buena
fe que sobre semejante cimiento es posible construir
un edificio sólido y durable; y sin embargo,
hay quien sostiene (y el número es crecido)
que el gobierno debe exigir la enseñanza
de un dogma religioso cualquiera, porque de otro
modo toda garantía de moralidad desaparece.
'El Siglo XIX, número 839, 3 de mayo de
1863
http://es.wikisource.org/wiki/De_la_educación_moral
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