Nació en Zinapécuaro, Mich.,
el 28 de enero de 1838; falleció en
Puebla, Pue., el 14 de diciembre de 1889.
Ingresó en la Academia el 29 de marzo
de 1881 como numerario; silla que ocupó:
XIII (2º). |
Es cosa
plausible, sin género de duda, que en México
se den hombres sesudos, reflexivos por el mismo
caso, llenos de experiencia, justamente de esa
que desentraña las obscuridades de la propia
conciencia y hace luz, a fuerza de ser vivida
con profundidad la propia vida, en el dédalo
de lo espontáneo y lo instintivo. Y un
ejemplo, de singular atracción, en gracia
a su fecunda labor, consistente ésta en
la noble enseñanza de las letras, tanto
profanas como sacras, lo tenemos en don Tirso
Rafael Córdoba. De conocimientos humanísticos,
cuya amplitud sólo es posible mediante
el comercio con los clásicos de la antigüedad,
los cuales conocimientos adquirió en el
Seminario de Morelia, fuente fecunda, desde tiempo
inmemorial, de la cultura greco-romana, tuvo ahincados
afanes en propagarlos y comunicarlos.
Su prudencia reposada, su intuición
certera, su constante voluntad, su desinteresada
afición a la enseñanza, su decidido
amor a la juventud y, en suma, su noble deseo,
trasladado a los hechos tan pronto como le era
dable, de elevar la cultura de las escuelas, son
virtudes cívicas que le vienen de esa hondura
de alma que adquirió al paso de su experiencia
de hombre cabal.
Estudioso, inquieto, movido,
despertado al gusto de la contemplación
de la belleza, de la belleza moral y de la belleza
literaria, abogado de actividad profesional muy
socorrida y, en razón de esto, solicitado
por la política; casado, pero, ya viudo,
sacerdote, tuvo una amplitud espiritual, una riqueza
psicológica, por tanto, que le valió
ser un maestro consumado; singular caso de hombre
de gran seso y de amplia experiencia.
Don Enrique Cordero y Torres,
dedicado, desde hace mucho, a dar a conocer todo
lo que se relacione con Puebla, ciudad y estado,
se trate de poblanos de nacimiento o de poblanos
de vecindad, le ha seguido la huella a don Tirso
Rafael Córdoba, michoacano de Morelia.
Don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos,
Rector que fue del Seminario de Morelia, al ser
nombrado obispo de la Puebla de los Ángeles,
se hizo acompañar de don Tirso, quien,
alumno, primero, después profesor del Seminario
palafoxiano, dio clases en otros establecimientos,
como el Liceo Carpio. En Zacapoaxtla fundó
un Colegio Preparatorio. Ya en México fue
colaborador de don Teodosio Lares, de don Pedro
Escudero y Echánove, de don Joaquín
Velázquez de León y de don Fernando
Ramírez.
Muerta su esposa vuelve a Morelia
y, ordenado, es cura párroco de Salvatierra,
Guanajuato.
Un niño de 12 años, nacido en 1874,
es de los pequeños feligreses del cura
Córdoba. Ese niño fue adivinado
en sus capacidades, penetrado, descubierto por
el dicho cura y, guiado, alentado además,
por éste, sintió tener la vocación
de hombre de letras, sencillamente gran humanista,
la cual vocación seguida fielmente, pese
a graves contratiempos por la ruina de su casa
y la muerte de su padre, lo llevó ya crecido
y llegado a madurez, a plenitud. Se trata del
padre don Federico Escobedo, Tamiro Miceneo, entre
los árcades de Roma, individuo de Número
de la Academia Mexicana, honra y prez de ella
y de las letras castellanas.
Don Tirso Rafael Córdoba
fue, más que todo, habiendo sido muchas
cosas, y habiéndolo sido con notable mérito,
un maestro que supo enseñar y que, al enseñar,
supo interesar a sus alumnos en las bellas cosas
de la vida, en ese íntimo acercamiento
y vecindad permanente con el pensamiento de los
grandes escritores y de los grandes poetas. Él
mismo fue poeta. Tiene un canto a Salvatierra
que habría de corear más tarde,
con un sentimiento de nativo del lugar, identificado,
por el consiguiente, con la belleza del panorama
y el sosiego de los contornos, su alumno y seguidor,
el padre Escobedo.
La grandeza de alma de don Tirso,
el ensanchamiento de su persona, originado y mantenido
por la amplitud de su experiencia de hombre inquieto,
de político, de orador, nos hacen apreciar
su gran valía humana. Sin duda que en su
magisterio, el de la cátedra, el del púlpito,
el de las revistas y diarios, el de sus composiciones
poéticas, avivó la curiosidad intelectual
de muchos jóvenes. El caso más notable,
que opaca o hace olvidar el caso de otros, es
el del padre Escobedo.
Aristóteles decía
que el primer principio de la sabiduría
era el de creer en la palabra del maestro; puede
el alumno rectificar o ratificar a su maestro
y, lo que más vale, superarlo; pero, como
quiera que sea, se requiere, de todo punto, ese
primer movimiento del que sabe al que no sabe.
Y que don Tirso Rafael Córdoba haya sido
un maestro, lo atestigua el caso tan patente de
su alumno, el padre Escobedo.
El historiador de las cosas
de Puebla, el ya citado don Enrique Cordero y
Torres, Correspondiente de la Academia, da en
su Diccionario de hombres notables, pormenorizada
relación de las andanzas, quehaceres, traducciones,
sermones, escritos de don Tirso y de las revistas
y diarios en que colaboró, así como
de los establecimientos docentes en que enseñó.
El jesuita don Joaquín Márquez Montiel
en su libro: Hombres célebres de Puebla,
hace mención de don Tirso y reproduce algunas
de sus poesías. No, no es ignorado nuestro
autor, y que vayamos a él y le frecuentemos
es cosa debida a nuestra información.
Jesús Guisa y Azevedo
Semblanzas de Académicos. Ediciones del
Centenario de la Academia Mexicana. México,
1975, 313 pp.
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