Nació en Veracruz, Ver., el 4 de diciembre
de 1861; falleció en México,
D.F., el 5 de septiembre de 1941.
Ingresó en la Academia el 15 de mayo
de 1935 como numerario; silla que ocupó:
VIII (5º). |
Periodista,
literato y economista. Nació en la ciudad
de Veracruz en el año de 1861 y murió
en la de México a la edad de 80 años. Desde
muy joven se dedicó al periodismo, llegando
a alcanzar prestigio nacional. Dirigió
de 1901 a 1911 la revista El Economista Mexicano;
fue un divulgador de la ciencia económica;
sus ideas eran casi impermeables a toda nueva
corriente intelectual, razón por la cual
ejercieron influencias en los círculos
conservadores.
Escribió cuentos, obras
de teatro, varios libros y numerosos artículos
sobre asuntos económicos. Entre sus libros
deben citarse los siguientes: Limantour; México
y los capitales extranjeros, que después
publicó con algunas modificaciones bajo
el título de Comunismo contra capitalismo;
Una victoria financiera; La cuestión del
petróleo; La vida económica; y escribió
en México, su evolución social,
obra dirigida por Justo Sierra, el capítulo
sobre la historia de la industria en México.
Además es autor de obras de teatro.
Carlos Díaz Dufoo escribe
que dentro del concepto económico, las
riquezas no son tales si no se las hace salir
de su estado latente; que son riquezas precisamente
cuando entran en el mercado, cuando se cambian,
cuando circulan. A medida que las diferencias
de derechos que dividen a la humanidad -dice en
otra parte- parecen disminuir, cuando se ve que
las cadenas de nobleza, de casta, de jerarquía
necesarias, que durante tanto tiempo han hecho
al hombre esclavo del hombre, se rompen y nuevos
horizontes de vida mejor aparecen como ideal de
justicia y libertad, el verdadero rey, el oro,
marca cada día con mayor fuerza el límite
de las clases y la supremacía del rico.
Al tratar de la moneda, piensa que ésta
es una necesidad al servicio de otras necesidades,
y que, debido a la intensidad de la vida económica,
ha llegado a ocupar el puesto de necesidad suprema.
Se advierte lo elemental de
los conceptos anteriores, que con muy ligeras
variantes se encuentran, o, mejor dicho, se encontraban,
en cualquier pequeño tratado de economía
política. Es un acérrimo defensor
de la propiedad privada, de acuerdo con los principios
del derecho romano. Para él lo primero
y fundamental de la propiedad estriba en la certeza
de que el objeto poseído lo será
de una manera constante e irrevocable; porque
se posee una cosa definitivamente o no se la posee,
sin que pueda decirse que es propietario de un
bien sobre el cual se tiene hoy derecho y mañana
no. La propiedad reclama condiciones de seguridad
absoluta a través del tiempo y debe basarse
en un derecho estable y definitivo, el jus abutendi
de los romanos, principio en el cual se han inspirado
todos los legisladores del mundo civilizado. Categóricamente
sostiene que reivindicar en provecho del Estado
la propiedad privada es acto de injusticia y brutalidad.
Esto último lo escribe con referencia al
artículo 27 constitucional, que efectivamente,
reivindicó la propiedad del subsuelo a
favor de la nación. Según el autor,
el derecho romano es algo intocable, sagrado,
y nadie debe ni puede apartarse de sus principios
ni modificarlo en su esencia, sin cometer acto
inaudito de herejía. Parece que ignoraba
que la vida es cambio perpetuo y un devenir de
horizontes ilimitados; parece que ignoraba que
no es posible que sólo el derecho romano
y su concepto de propiedad privada, sean lo único
inmutable en un mundo en que todo es mutable.
Asevera que socialmente el régimen de la
propiedad debe ser el que mayor masa de producción
aporte, pues tan deficiente es el sistema latifundista
como el que conduce a la atomización de
la propiedad. Parece que el señor Díaz
Dufoo no conocía bien la doctrina de la
propiedad función-social. De conformidad
con ella el propietario tiene la obligación
indeclinable de hacer que su propiedad se encuentre
subordinada no a su propio interés sino
al interés social. El propietario de una
extensión determinada de tierra debe explotarla
con los mejores procedimientos técnicos
para el logro de una mejor producción en
cantidad y en calidad. De lo contrario no puede
ser propietario, ya que se le considera como funcionario
público. El dueño de una huerta
si no la trabaja en forma óptima no debe
ser su dueño. Y la conclusión a
que es necesario llegar estriba en la afirmación
de que dentro de los principios del derecho romano
es obvio que en muy numerosos casos el interés
individual se divorcia del interés social.
Fuente:
Jesús Silva Herzog
Semblanzas de Académicos. Ediciones del
Centenario de la Academia Mexicana. México,
1975, 313 pp.
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