Nació
en Xalapa, Ver., en 1926. falleció
en Veracruz en 1993 |
Sergio
Galindo (Xalapa, 1926, Veracruz, 1993) fue autor
de una obra prolongada y desigual que comprende
más de media docena de novelas y cuatro
libros de cuentos. Al recorrer su trayectoria
literaria, una de las primeras cosas que llama
la atención es la constancia de su vocación.
Con mayor o menor fortuna, Galindo no dejó
de escribir desde su adolescencia hasta sus últimos
años (desde su primera novela, Por un error,
que escribió cuando tenía dieciocho
y mantuvo inédita, hasta Las esquinas oscuras,
que dejó inconclusa). "El escritor
nace como tal –declaró alguna vez–,
debe luchar a costa de lo que sea por serlo. Hacer
a un lado los obstáculos que se lo impidan,
y ser fiel a su vocación de escritor."
La obra galindiana conoció diversos registros.
Heredera del realismo europeo (de Galdós
a E.M. Forster), no ignoró las posibilidades
de lo fantástico (sobre todo los cuentos,
como veremos). En el panorama de la narrativa
mexicana que va, digamos, de los sesenta a los
ochenta, ocupa un lugar único. Mientras
la influencia de veleidades como el nouveau roman
y otros experimentalismos efímeros, o el
afán de imitar a algún autor del
boom hacían estragos por todas partes,
Galindo optó en sus mejores momentos por
un sobrio realismo y una sutil veta fantástica.
No fue nunca, no quiso ser, un escritor de moda.
En este sentido, su biografía tampoco ayudaba.
Su vida transcurrió básicamente
entre Xalapa y México, donde desempeñó
diversos cargos en la burocracia cultural y universitaria
(en ellos llevó a cabo una labor notable,
sobre todo al frente de la editorial de la Universidad
Veracruzana, pero no son ésos los méritos
que interesan ahora). En 1975 fue hecho miembro
de la Academia Mexicana de la Lengua, distinción
que, convengamos, no es necesariamente buena para
la fama de escritor (en su discurso de ingreso
leyó el extraordinario El hombre de los
hongos, que seguramente debió desconcertar
a más de un respetable académico).
Al final de su vida recibió algunos premios
y reconocimientos. Ajeno al glamour que rodeaba
a cierta literatura latinoamericana de aquella
época, Galindo eligió otra cosa:
el ejercicio paciente y solitario de la escritura.
Fruto de tal ejercicio son los relatos de este
volumen, que reúne prácticamente
la totalidad de su narrativa breve (quedan fuera
algunas de las primeras muestras que el propio
autor repudiaba). Ésta comenzó con
La máquina vacía (1951), libro compuesto
por nueve cuentos escritos entre los diecinueve
y los veintiún años. Sorprende que
a una edad en que muchos narradores apenas comienzan
a redactar pasablemente, Galindo haya logrado
historias sencillas, pero bien armadas, como el
notable "Ana y el diablo" o "¡Sirila!",
e incluso "El trébol de cuatro hojas"
o "Pato". Los protagonistas de estos
relatos son niños cuyo mundo choca con
el de los adultos, dando origen al desencanto.
Otros textos provenientes de este libro, como
el que le da título o "El mingitorio",
son radicalmente diferentes. La atmósfera
provinciana y familiar y la realidad infantil
son cambiadas por espacios urbanos más
amplios y conflictos adultos. Estos cuentos son
poco afortunados y apuntan uno de los principales
rasgos de la obra galindiana: su mundo narrativo
ideal es generalmente el regional (Xalapa y sus
alrededores) o, más adelante, el cosmopolita
(Londres, Amsterdam, etcétera), no el de
la Ciudad de México, sea o no mencionada
explícitamente.
Más de veinte años después,
a La máquina vacía le siguió
¡Oh, hermoso mundo! (1975), que presenta
a un Galindo ya totalmente maduro. Sin duda allí
se encuentran algunos de sus mejores cuentos,
como el inquietante "Querido Jim", de
naturaleza fantástica, o el realista "Retrato
de Anabella", dos de los mejores relatos
mexicanos. París, Londres, Amsterdam, son
algunos de los escenarios en que se desarrollan
las historias; sin embargo, no podía faltar
Xalapa, donde tiene lugar "Carta de un sobrino",
un cuento con un argumento sencillo (justamente
los más difíciles de contar) narrado
admirablemente con economía y llaneza.
Como ocurre con "La máquina vacía",
el relato que da título al libro no corrió
con la misma suerte. Ambientado en una cárcel
parisina a partir de una experiencia personal
del autor (un arresto absurdo a causa de un accidente
en el que él fue la víctima), el
cuento es un experimento fallido. Las pocas veces
que Galindo intentó apartarse de los cánones
de la narrativa clásica, que manejaba como
pocos, no tuvo buena fortuna. En menor medida,
algo parecido sucede con "Me esperan en Egipto"
(situado, por cierto, en la Ciudad de México),
en el que la narración aparece entrecortada
por titulares de periódicos que dan cuenta
de las convulsiones políticas y económicas
de la época. El mundo de la cárcel,
la gran ciudad, la calle y la denuncia social
no era el de Galindo. Al verlo errar por esos
ámbitos, uno recuerda a Henry James jugando
a ser Zola en La princesa Casamassima, tratando
vanamente de internarse en los barrios bajos de
Londres, él, el caballero de la levita,
el bastón, los guantes y el sombrero de
copa.
Después vino Este laberinto de hombres
(1979), más una plaquette que un libro,
compuesto por cuatro cuentos. De él es
rescatable el primero, "Los muertos por venir",
un texto delicadamente fantástico; el más
ambicioso, "Este laberinto de hombres",
es otro relato poco afortunado. Nuevamente una
cárcel (esta vez en Perote, Veracruz) y
un ambiente aún más sórdido
y violento; nuevamente la constatación
de que el mundo del autor era otro. Imagínese
el lector a Jane Austen intentando escribir una
historia sobre la fragorosa vida marinera a bordo
de un barco mercante o a Joseph Conrad describiendo
las vacilaciones de una doncella frente a sus
pretendientes a la hora del té.
El último libro de cuentos de Galindo fue
Terciopelo violeta (1985), que reunió algunos
ya publicados e incorporó otros nuevos.
Entre ellos destaca, finalmente, el del título
del libro. Galindo regresa en él a Londres
y al género fantástico con una historia
que poco a poco se va tornando angustiosa. "Juego
de soledades" es un relato cuyo título
podría hacerse extensivo a toda la obra
del autor, la historia de unos seres encerrados
en sí mismos, fatalmente aislados, incapaces
de toda comunicación. Tres piezas de esta
serie llaman particularmente la atención:
"A destiempo", "El esperante"
y "El tío Quintín". Los
tres son atípicos dentro del universo galindiano.
Al leer los párrafos iniciales del primero,
el lector puede tener la impresión de estar
otra vez frente a un relato tipo "Este laberinto
de hombres", escrito con un lenguaje crudo
y descarnado; pronto advierte que es mucho más
que eso. Dividido en varios fragmentos, en él
un hombre enfermo reflexiona sobre su muerte cercana,
la futilidad de su vida y trata de algún
modo de ajustar cuentas con el pasado. El texto
está teñido de un pesimismo que
sin exageración podríamos llamar
quevediano, sin el consuelo religioso (para el
narrador, en efecto, la vida no es más
que una sucesión de muertes; respecto a
una primera decepción, apunta: "Es
el primer cadáver de tu existencia";
y más adelante, "Cada vida es una
forma diferente de suicidio"; "Uno puede,
en un mismo día, morir diez o mil o no
se sabe cúantas veces"; "¡Qué
absurdo! ¡Qué inútil! Pretendí
en este largo o corto recorrido que será
mi vida; pretendí, no hacer sangrar a nadie,
no ser malo. No lo he conseguido. Intenté
ser bueno. Inútil. Soy una permanente indecisión.
Soy una duda perenne."). Pocas páginas
salieron de la pluma de Galindo llenas de tanta
desolación como éstas, pocas habrá
sin duda en la narrativa mexicana que se le puedan
comparar. El final del cuento (una sola línea),
que contrasta con la atmósfera general
del relato, es simple y llanamente magistral.
Esta nueva veta de la obra de Galindo se continúa
en "El esperante", que cuenta la tribulación
de otro hombre enfermo frente a unos exámenes
clínicos, aunque de manera menos lograda.
"El tío Quintín", un cuento
humorístico, constituye una feliz excepción
en la obra del veracruzano, normalmente marcada,
como hemos visto, por la soledad y la tristeza.
La obra de Sergio Galindo no fue, es verdad, una
sucesión de aciertos e incluso en algunas
ocasiones tuvo caídas inexplicables. Más
allá de esto, Galindo fue un escritor que
consideraba a la literatura como una verdadera
vocación y que muy pronto resolvió
que consagraría su vida a ella. La literatura
no suele ser tan injusta que no recompense este
esfuerzo con un puñado de páginas
de gracia.
http://www.jornada.unam.mx/2005/08/14/sem-pablo.html
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