Nació
en Matamoros, Tamps., el 23 de octubre de
1863; falleció en Monterrey, N.L.,
el 3 de febrero de 1948. Categoría:
Correspondiente en Monterrey, N.L. |
Celedonio
Junco de la Vega. Nervioso, cordialísimo,
de plática vivaz, era pequeño, extraordinariamente
pequeño, y llevaba -ocultándolo
cuanto podía- un nombre feo, extraordina
riamente feo:
Dos cosas, para tortura,
me salieron del demonio:
tener tan corta estatura
¡y llamarme Celedonio!
Ya está (aunque lo omití
en el encabezado). Se llamaba Celedonio -Celedonio
Junco de la Vega- y era, para más señas,
mi padre. ¿Padre de más, de cuatro?
De muchos más: de quince, para demostrar
lo agarrados que somos los de Monterrey.
Por el tamaulipeco puerto de
Matamoros entró al mundo, el 23 de octubre
de 1863. Su padre era español, de Asturias:
don Manuel. Su madre era mejicana, de Nuevo León:
doña Eugenia Jáuregui. Don Cele-
con esta apócope le abreviábamos
la pena bautismal- estudió en su nativo
Matamoros, donde tuvo por condiscípulo
y émulo de primeros sitios escolares a
don Francisco León de la Barra. Quedó
huérfano de padre a los trece años,
y desde entonces se encarnizó en el trabajo
hasta los setenta y tantos, en que una hemiplejia
-dichosamente superada- fue el grave aviso de
que la tarea obligatoria debía cesar. Sus
hijos le impusimos el descanso, y así,
con desahogada espontaneidad, dedicóse
a despilfarrar versos de ocasión y a entretenerse
plácidamente en su rinconcito regiomontano.
Y allí expiró, el 3 de febrero de
1948, a los ochenta y cuatro años bien
cumplidos.
Había nacido en 1863.
Sesenta hacía de su arraigo en Monterrey.
Ardió en lumbre de amor, nunca entibiado,
por una serenísima regiomontana (doña
Elisa Voigt) y con ella labró su hogar.
Fueron llegando los susodichos quince vástagos.
Nada de turbiedades y egoísmos de birth
control: limpia y cabal aceptación de la
vida, con todas sus cargas y todos sus júbilos;
y éstos nunca faltaron, fervorosos y claros,
en el hogar sin mácula, que alcanzó
glorias patriarcales en las Bodas de Oro, coronadas
por medio centenar de nietos. En aquel hogar alborozado,
resonante de risas y de besos, eran turistas los
enojos y residentes las alegrías; nunca
se vio sino limpieza y rectitud; la salud moral
era algo tan connaturalizado y familiar como el
aire que se respira.
Tuvo don Celedonio como rieles
paralelos por donde corre el vivir, la cotidiana
tarea y la vocación literaria: la oficina
bancaria o mercantil -nunca gubernamental- y el
bregar periodístico y poético.
Fecundidad insólita:
montañas de artículos, diluvios
de versos, algunas obras teatrales -así
El retrato de papá , así aquel Dar
de beber al sediento que estrenó en Monterrey,
en 1909, y en su noche de beneficio, la ilustre
doña Prudencia Grifell-; todo suelto y
abandonado al rigor de la intemperie, salvo tres
volúmenes poéticos: Versos (1895),
Sonetos (1904) y Musa provinciana (1911) . Triunfó
en certámenes, cortó la Flor Natural
en los Juegos del Centenario de 1910, y hacia
1917 ingresó en esta Academia Mejicana,
propuesto por López Portillo y Rojas, González
Martínez y Fernández Granados.
Los periódicos succionaron
sus jugos: desde el lejano Cronista de Matamoros,
obra del selecto espíritu de don Guadalupe
Mainero, después gobernador de Tamaulipas,
hasta El Sol de Monterrey, donde todavía
hasta los setenta y tantos años escribía
un editorial diario; pasando por el añoso
y tradicional Espectador neoleonés, por
El Porvenir que allá fundó la pluma
diamantina del colombiano Ricardo Arenales -que
después tomó el nombre de Porfirio
Barba Jacob- y por otras hojas innumerables. Periodista
fue toda su vida don Celedonio, y llenó
toneladas de papel con una prosa transparente
y una gallarda caligrafía.
En cuanto a seudónimos,
podría hacerle la competencia a Rafael
Heliodoro Valle, de quien decían las malas
lenguas que constituía por sí solo
un sindicato de redactores. Don Cele se multiplicó
y explayó como Y Griega, Martín
de San Martín, Ramiro Ramírez, Armando
Camorra, Quintín Quintana, Modesto Rincón,
Silverio Rubén Rubín, Pepito Oria...
Tenía notable facilidad
para versificar, le gustaba buscarse dificultades
por el gusto de vencerlas y era pródigo
en epigramas e improvisaciones:
Sé de un ciego y una
ciega
que pronto se casarán.
¿Será porque hayan sabido
lo de "Cásate y verás"
Y a un supuesto literato:
Te quejas de la impresión
de tu libro, buen Severo:
¡pues qué dirán los lectores
de la que ellos recibieron!
Y a otro:
Yo no sé por qué tu drama
lleva por título "Insomnio",
cuando en el acto primero
nos dormimos casi todos.
Trazó cinco sonetos,
cada uno sin una vocal : Sin A, Sin E, Sin I ,
Sin O y Sin U. Y otro, tremebundo, en que absolutamente
todas las palabras empezaban con C. Aguardando
a un joven que mandaban del periódico para
entregarle a domicilio su sueldo, le dedicó
mientras llegaba este soneto de constantes forzados:
¿Será preciso que al gentil Nazario
le dirija un soneto escrito en serio,
para que pueda yo en mi cautiverio
recibir el pedido numerario?
Que vivo de los frutos del salario
no lo puedo tomar como dicterio,
pues nunca para nadie fue misterio
que no soy opulento propietario.
No me atrevo a clamar a San Porfirio
porque fuera pecado bien notorio;
mas clamo a San Honorio o San Saturio,
por ver si así, calmando mi martirio,
manda, por San Saturio o San Honorio,
Nazario el numerario a mi tugurio.
Y siguió siempre fluyente la vena. Ya octogenario,
se celebró así un cumpleaños:
La mucha edad desmorona
igual a pobres que a ricos;
por eso mi voz pregona:
los que cuenta mi persona
no son años, sino añicos.
Cuando vino su despedida, fue como para diseñarla
en un deseo de buen morir. Sin prolongación
de congojas, resolvióse en pocas horas
que le dejaron recibir con dulce lucidez los auxilios
y la visita misma de Dios, llamar a los hijos
para acariciarlos y bendecirlos uno a uno, poner
en el dedo de la esposa el propio anillo nupcial
y dedicarle un último piropo...
Alfonso Junco
Semblanzas de Académicos. Ediciones del
Centenario de la Academia Mexicana. México,
1975, pp. 148-151
Fuente de la imagen: http://www.juncodelavega.org/
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