Atenógenes
Silva y Álvarez Tostado. Cuando hay escritor,
éste, sin género de duda, dice algo
y, al decirlo, nos atrae, interesa, seduce y,
cuando verdaderamente es grande escritor, nos
mantiene pendientes de su palabra y nos subyuga,
reduciéndonos a la admiración y
al agradecimiento. Que haya bella literatura,
lustre de las ideas y conocimiento del lenguaje,
claridad y precisión, por tanto, del que
habla o escribe, es, ha sido de todo tiempo, la
riqueza de las naciones, el acervo de la cultura
y los modos y maneras de saber lo que somos y
de encontrarnos a nosotros mismos. En la bella
literatura tenemos ejemplos, enseñanzas,
adquisiciones permanentes, una solícita
invitación a hacer el bien, doctrinas probadas
y reflexión valedera.
Se ha hablado mucho de la diferencia que hay entre
el fondo y la forma, entre el contenido de las
frases y las palabras que las constituyen. Ciertamente
que hay casos palpables, y en esta época
multiplicados, de vaciedades literarias, las cuales
vaciedades carecen, las más veces, de la
música verbal que sería, como quieren
que sea, una elegante forma. Pero, cuando hay
escritor, el fondo y la forma se penetran y corresponden,
se confunden e identifican. El verdadero escritor
usa la palabra adecuada, razón por la cual
siempre nos dice algo con contundente armonía.
Don Atenógenes Silva se educó, por
los años sesentas del siglo pasado, en
el Seminario de Guadalajara. Allí mismo
fue maestro de latinidad, de literatura y de filosofía.
Por sus latines fue humanista; por el contacto
con los escritores de las literaturas modernas,
un hombre de buen gusto y, por el comercio con
los pensadores de todos los tiempos, un crítico
de seso. Y hay que dejar constancia de la valía
intelectual de esta provinciana casa de estudios.
El señor Silva tuvo competentes maestros
y esto, más su curiosidad intelectual,
despertada por ellos, pero briosamente alimentada
por su asiduidad de él, lo hicieron escritor,
por mejor decir las cosas, orador que tenía
que decir algo, bien dicho, por otra parte.
Su actividad fue clerical. Y si esta palabra es
tomada ahora con cierto desdén a causa
del equívoco con que se usa, no por esto
se le despojará de su sentido recto. El
clérigo aprende y entiende, piensa, reflexiona,
estudia, medita, hace comparaciones, juzga y va
a lo suyo, esto es, a dar a conocer la verdad
de la ciencia, de la belleza, del arte de la buena
conducta, y, sobre todo, la verdad de la revelación
y de la vida, pasión y muerte del divino
Redentor. Para el clérigo, como para el
cristiano, no hay dos verdades, la profana, la
laica, podría decirse, y la de Dios. Sólo
hay una verdad. Y si para el creyente existen
dos órdenes, el natural y el de la gracia,
éste último, el de la gracia, que
es el de la Redención, sin desconocer ni
menos negar al primero, lo asume, lo completa
y lo perfecciona.
El señor Silva engrandecido por sus estudios
y movido por su misión, atento a las necesidades
espirituales de su época y de su pueblo,
se valió de su palabra, no precisamente
para hacer bella literatura, sino para interesar
y persuadir y, en resolución, para llegar
a la verdad. En escuelas de primeras letras, en
círculos literarios, en agrupaciones obreras,
en asociaciones religiosas, desplegó él
su generosa actividad. Fue cura párroco
de Zapotlán el Grande por los años
80 del siglo pasado y su recuerdo perdura en esta
ciudad, gracias a sus fundaciones sociales de
utilidad, tanto material, como espiritual. Canónigo
en el Cabildo de Guadalajara, con una diligencia,
de atinada eficacia, se dedicó a un apostolado
que, visto ahora, justamente podríamos
llamar moderno, tanto fue su interés por
los niños, los jóvenes y los obreros
y campesinos. Y por lo que respecta a la bella
literatura, a esa unidad suya de fondo tradicional,
en realidad de la doctrina de la verdad, corroborada
e ilustrada, aun en sus deficiencias, por los
pensadores de la antigüedad clásica,
y de forma elegante, adquirida ésta en
la disciplina del buen gusto, es de justicia hacer
ver que le mereció ser uno de los primeros
Correspondientes de la Academia Mexicana en Jalisco.
Fue árcade de Roma con el nombre de Ereno
Zinapeo. Montes de Oca, obispo de San Luis Potosí,
era Ipandro Acaico; Pagaza, obispo de Veracruz,
Clearco Meonio y el Padre Escobedo, Tamiro Miceneo,
todos tres hombres de Iglesia y miembros de esta
Academia.
Obispo de Colima de 1892 a 1900 y arzobispo de
Michoacán de 1900 a 1911, tuvo empeños
sostenidos en fundar escuelas, en dotarlas de
bibliotecas, laboratorios, observatorios y competentes
maestros. Y volvemos a su modernidad, a su concepción,
vieja en la Iglesia, pero obscurecida por malas
interpretaciones y, por qué no decirlo,
por cierta mojigatería de los católicos,
de que no hay que tenerle el menor temor a la
verdad científica. Del ahincado deseo de
conocer, tan natural en el hombre, y de las luces
de estos tiempos, que a todos nos ponen en la
repetida ocasión de usar de los inventos,
él, el señor Silva, fue, justamente
como autoridad religiosa, su propagador. Los jóvenes
seminaristas y los jóvenes alumnos de los
institutos literarios por él fundados,
tenían que estar al día, que ser
hombres de su tiempo, que estar familiarizados
con las técnias a fin de responder a todas
las cuestiones de la época industrial.
El racionalismo, por una parte, el naturalismo,
por otra, habían empañado la faz
del hombre. La razón, para él, como
para muchos, los más de nosotros, no puede
estar contra la razón, para él,
como para muchos, los más de nosotros,
no puede estar contra la razón y la naturaleza
humana no puede negarse a sí misma. De
lo que se trata con el racionalismo y con el naturalismo
es de desterrar a Dios. Y la única manera
de tener presente la verdad y de alimentarnos
con ella es la de obrar racionalmente y, por el
mismo caso, de acuerdo con nuestro propio ser.
Pero la modernidad del señor Silva tuvo
otro aspecto, el de los derecho de la clase obrera
y, entre otras cosas de justicia social para los
sin trabajo, los cuales, además de atención
médica y hospitalaria, recibían
un salario.
Al hablar él de estas cosas, empleaba la
palabra precisa y en ella podía advertirse
la bella unidad de fondo y forma, esto es un valor
literario.
Jesús Guisa y Azevedo
Semblanzas de Académicos. Ediciones del
Centenario de la Academia Mexicana. México,
1975, 313 pp.
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