Nació
el 4 de enero de 1891 en Villa de Guadalupe,
S.L.P., y murió en México, el
26 de septiembre de 1944. |
Teodoro
Torres
Nació en tierra potosina. Vivió
algunos años en San Antonio, Texas, y murió
en la ciudad de México, en plenitud vital,
a los 53 años.
Tuve el gusto de conocerlo y tratarlo. Con frecuencia
salíamos en grupo familiar, los fines de
semana, a algún lugar próximo: Cuernavaca,
Amecameca, Cuautla.
Desarrolló en los Estados Unidos una intensa
labor periodística en los diarios regidos
por Ignacio Lozano, al lado de Nemesio García
Naranjo y otros mexicanos que trabajaban en el
exilio.
¿Libros? Algunos publicó. Sobre
Humorismo y sátira, sobre Periodismo, sobre
Pancho Villa, novelada historia que roturó
este camino tan transitado después. Y la
caricaturesca pintura de la revolución,
Como perros y gatos, en que se llega deliberadamente
a lo grotesco por el simple gusto de retozar y
reír, sin un átomo de politiquería
ni de encono, tomando aquello como simple canevá
para tejer disparates y burlerías. Escrita
a matamáquina y sin darle importancia,
le salió una borbollante maravilla de desparpajo
y humorismo.
Novelas tiene dos: Golondrina, que apareció
después de La patria perdida, publicada
por Botas en 1935 y que suscitó comentarios
entusiastas, como el par de artículos que
en El Universal le dedicó Carlos González
Peña.
En mi sentir, brillan en La patria perdida tres
calidades que le dan rango definitivo.
Primero, enfoca un tema grande, punzador y caliente
de humanidad y mexicanidad, no tocado hasta entonces
por ningún novelista nuestro: la expatriación.
Y habla Teodoro de lo que vio con sus propios
ojos, palpó con sus propias manos, lloró
con su propio corazón. Y así, la
novela no remeda la vida: ¡es vida!
Luego, el autor se patentiza, medularmente, novelista.
Sin ofrecer aquí vehemencia de pasión
o enredo, muestra el don peculiar de pupila, de
pincel, de psicología, que caracteriza
y define al novelista. Es facultad aparte: hay
magníficos literatos que de ella carecen,
y al instalarse en esta comarca engendran vástagos
de pulcro estilo y porte señoril, pero
sin sangre y pulsación de novela. Torres
sí tiene las capacidades determinantes
del novelista, y por excelencia aquel don de totalidad
humana que abarca la dulzura y la fuerza, la emotividad
y la risa, el cuadro externo y el paisaje interior,
lo individual y lo multitudinario...
En tercer lugar, es Teodoro Torres escritor de
raza. No de los que requintan y torturan la prosa,
sino de aquellos que la dejan correr con ímpetu
natural, desembarazado y caudaloso. No es agua
filtrada, sino libre torrente. No nació
para la miniatura, sino para el fresco mural.
¿Podía el estilo ser más
castigado? Sin duda. ¿Podía la novela
obviar digresiones y apretarse en menos páginas?
También. Y a mí, en lo personal,
me placerían ambas cosas. Pero “ca
uno es ca uno”. Y creo que Teodoro puede
darse por cumplidamente satisfecho de que se le
hagan reparos que podrían hacerse -para
no andarnos por las ramas- a Cervantes.
Y, ensanchando la reflexión y acercándonos
más a nuestro tiempo, es curioso encontrar
que novelistas auténticos y célebres
-Balzac, Galdós, Pereda, Blasco Ibáñez,
Palacio Valdés- sean todos ajenos a la
refinada contención y dados a la suelta
y abundosa naturalidad. ¿Será que
la novela, género por excelencia amamantado
en la vida y distanciado de la torre de marfil,
pide a sus genuinos creadores que en la vida se
empapen y revuelvan, y hace que salgan contagiados
del raudaloso, turbio, indiscernido tumulto vital?
Mientras la cosa se averigua, quiero yo agregar
que todavía sobre esas tres calidades sustanciales,
La patria perdida culmina por la desinteresada
probidad que hace de ella una auténtica
novela mejicana.
Muchas de las que en tiempos recientes se han
coronado con tal título, padecen estrechez,
saben a facción y no a patria, adolecen
de taras oportunistas o tendenciosas que les roban
anchura, integridad y salud. Teodoro respira a
pulmón pleno en la verdad mejicana, con
un amor doloroso que no quita conocimiento ni
autocrítica. Y resulta que, aunque el arte
es categoría independiente de la probidad,
suele venir la probidad -y aquí viene-
a vivificar, robustecer y dar plenitud al arte.
Y así, con La patria perdida, entró
el autor, triunfalmente, en el gran público
mexicano.
Alfonso Junco
Semblanzas de Académicos. Ediciones del
Centenario de la Academia Mexicana. México,
1975, 313 pp.
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