Nació
en Oaxaca, Oax., el 27 de febrero de 1882;
falleció en México, D.F., el
30 de junio de 1959. Ingresó en la
Academia el 12 de junio de 1953 como numerario;
silla que ocupó: V (4º). Cargo: Bibliotecario
(7º): 1947-1959. |
José
Vasconcelos. Escritor y, como tal, de la estirpe
de los recios, sólidos y cabales, fue este
hombre extraordinario, del aviso de muchos mexicanos,
entre éstos tanto los letrados como los
semi-cultos y los que, deseosos siempre de saber,
se acercan, ingenuos y sencillos, a los que les
pueden enseñar algo. Un escritor, un artista,
un político, si son buenos, su bondad es
manifiesta, por tanto atractiva, de lo que se
sigue que su obra nos rinde a todos. Y es que
la bondad es necesariamente comunicativa y encuentra
siempre un eco en el interior de cada quien. Resuena
en el alma, justamente para hacerlo nuestro, lo
que los hombres señalados difunden en la
sociedad y nos toca la fibra sensible, tensa naturalmente
y en acto, por el mismo caso, de vibrar al unísono
de ese escritor, de ese artista y de ese político.
Vasconcelos pensador, de penetración objetiva,
dado, por el consiguiente, al desmenuzamiento
de las cosas, de los acontecimientos, de las situaciones,
y de penetración subjetiva, a un tiempo,
movido a dilucidar las implicaciones y complicaciones
de su propia conciencia, interesa a toda clase
de lectores, los cuales, por otra parte, van a
él seducidos, como precipitados y despeñados
en llegar al fondo de lo humano suyo, en el que
encontramos lo humano nuestro.
Fue filósofo Vasconcelos.
Todo lo vio bajo el signo de lo bello. Lo perseguía
hasta no dar con él en cada uno de los
seres. El hombre, concretamente el mexicano, tenía
que ser bello, que conformarse con el modelo eterno
de una armonía divina que, despiertos a
las inquietudes trascendentes, no podíamos
menos que oír. Su filosofía nos
abre la puerta de ese aposento donde vamos a disfrutar
de la vecindad con Dios.
Escritor político y ciudadano
de avisada y sesuda ciudadanía, nos hizo
ver a los mexicanos lo que es, lo que debe ser
México. Su Ulises criollo, obra maestra,
y suponiendo que México dejara de ser,
ella sola quedaría como el testimonio fehaciente,
imperecedero, además, de las fallas, de
los aciertos que registra la historia, de la voluntad
que, en los mejores de nosotros, ha pretendido
la duración y la sobrevivencia, por tanto
la nobleza de lo humano mexicano.
Hace gala en todo lo que escribió
de una verba convincente. Su frase es de garra
y estruja, aprieta y, por otra parte, va derecho
a la inteligencia o al corazón. No, no
deja indiferente a nadie, y nadie como él
ha sido capaz, por la sola fuerza de la palabra,
de crear una mentalidad nacional. Díganlo,
si no, los jóvenes de los años veintes
y, muy especialmente, los que lo acompañaron
en el 29, cuando con el callismo, ampliado, según
él, por Mr. Morrow, el embajador de los
Estados Unidos, y con la guerra cristera y con
el desánimo de muchos, muy a pesar de lo
cual fue un agitador intelectual.
Fue áspero, ciertamente,
cuando fustigaba a los pillos. Su reprensión
fue rigurosa y, valeroso, siempre de gran osadía,
nunca tuvo, tal reza la expresión popular,
pelos en la lengua. Fue el creador de una universidad,
a la que le dio el lema de "Por mi Raza Hablará
el Espíritu", y la cual, con el mote
agregado después de "autónoma",
tuvo él como sierva, precisamente porque
la universidad "autónoma" se
vanagloria de su autonomía.
Vasconcelos, dígase lo
que se quiera en contrario, pese a sus deturpadores,
a los que lo desprecian, combaten o niegan, por
tanto, es un espejo en que los mexicanos conocemos
y reconocemos los rasgos de nuestra propia faz.
Su familia, en una época trashumante, lo
que le valió tener tratos con porciones
variadas de nuestra población; su madre,
mujer sencilla, constante, con constancia grande,
en sus deberes hogareños; su vida de estudiante,
sus inquietudes intelectuales no satisfechas,
gracias a la insuficiencia de sus maestros; la
vaciedad de algunos de sus compañeros;
la opresión del ambiente político,
todo concurrió en él a tener una
clara conciencia de lo que es el hombre y, por
lo pronto, el hombre mexicano.
Carranza, y lo hace ver Vasconcelos
en sus memorias, empezadas justamente en el Ulises
criollo, copió a los Estados Unidos, rodeado
como estaba de pastores protestantes, y suprimió
la Secretaría de Instrucción Pública.
La escuela tenía que ser, según
esto, cosa de la exclusiva incumbencia de los
ayuntamientos. Y Vasconcelos creó la Secretaría
de Educación y con ella movió a
la inteligencia de México, a los hombres
de buena voluntad, a los niños, a los jóvenes
y a los adultos deseosos de aprender. Sus misiones
culturales, llegadas a todos los rincones de la
patria, sus artes populares, sus teatros al aire
libre, la exaltación y depuración
de lo indígena, todo fue una fiesta del
espíritu y, de resultas de esto, una afirmación
de lo auténtico mexicano. Fue ejemplar,
cosa tenida por muchos como extravagante, en todo
caso como inútil y, por otra parte, costosa,
la edición de los clásicos de la
antigüedad: La Odisea y La Ilíada,
entre otros, pero cosa que en su intención,
y estaba en lo cierto, le daba al pueblo el conocimiento
de sus orígenes culturales. Porque, queramos
o no, somos occidentales, lo que le debemos a
la presencia de España en las entretelas
de nuestra sustancia. Vasconcelos es grande como
escritor, grande como político, grande
como hombre que hizo historia. Por lo uno y por
lo otro será nuestro constante y obligado
compañero y guía.
Jesús Guisa y Azevedo
Semblanzas de Académicos. Ediciones del
Centenario de la Academia Mexicana. México,
1975, 313 pp.
----------------------------------------------------------------------------
|